domingo, 28 de febrero de 2010

LA TRANSFIGURACIÓN DE JESÚS

Siempre me sorprende la pedagogía de la Iglesia en este tiempo fuerte de preparación para la Pascua, en el que uno se imagina que se centrará en la llamada a los rigores y penitencias, y sin embargo, lo que intenta, de muchas maneras, es ponernos delante del rostro luminoso de Cristo, de Aquel que nos ha amado tanto que ha entregado la vida en nuestro favor.
En el segundo domingo de Cuaresma, la elección de la secuencia de la Transfiguración de Jesús en el monte alto, delante de sus discípulos, en la que se nos muestra por una parte el resplandor de la gloria divina y por la otra se nos hace el anuncio de su próxima muerte, que sufrirá en Jerusalén, obedece a la misma enseñanza del Maestro, que desea prevenir a los suyos para que cuando acontezcan los hechos más dramáticos, recuerden quién es el que muere y así puedan permanecer en esperanza.
Jesús se manifiesta como el Hijo amado, el escogido, avalada esta identidad por la voz del cielo y la presencia de dos testigos: Moisés y Elías. Sólo la certeza de quién es Jesús hace posible seguirle a Jerusalén. Él es la luz, la defensa, la salvación, “¿a quién temeré?”
En Cuaresma, no deberemos perder el horizonte, la dirección del camino, la perspectiva pascual: desde la secuencia de la Transfiguración nos acompaña la certeza: “Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso” (Flp 3,21).

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